sábado, 2 de mayo de 2015

EL TIEMPO COMO MEMORIA por Herica Pulgarín Hernández



“Todo tiempo pasado fue mejor…”, esa es la conocida frase que de generación en generación hemos escuchado a nuestros abuelos nombrar, pero ¿cómo medían ellos el tiempo? ¿Qué posee ese tiempo?
El tiempo no es un objeto informe, está constituido por un sinnúmero de instantes que hacen de él algo real. Instantes que contienen memoria, risas, sueños o tristezas; esa memoria que desde el presente se está cargando del instante pasado y está en una constante espera del futuro. Es el instante que carga de realidad el tiempo. Y es éste el que actúa sobre el espacio y las personas, dejando huellas a su paso, grabando situaciones y cosas que solo serán evidenciadas por ese algo llamado “tiempo”, continuo o discontinuo, como sea que lo quieran llamar los diferentes poetas.
Existen tiempos reales, irreales, inimaginables y soñados. El tiempo real es el presente, en el que vivimos y en el que debemos estar con los pies puestos sobre la tierra. Los tiempos irreales son los que en algún momento fueron reales, pero que al pasar se convierten en algo que puede ser traído al presente únicamente por medio de la memoria, y es ese pasado el que está evidenciando constantemente el presente.
Herica Pulgarín
El futuro, ese es el tiempo soñado porque siempre estamos planeando, pensando e imaginando cómo va a ser la época que precedemos. Los períodos inimaginables son los que constantemente pensamos que podrían ser mejores o simplemente distintos, son esos los que añoramos pero no sabemos qué tan reales pueden llegar a ser.
Todos estos lapsos se pueden juntar en uno solo: el presente, rememoramos el pasado y soñamos con el futuro, pero nunca estamos a gusto con el presente y pensamos en el tiempo que se podría vivir si no fuera éste; queremos poseerlo, queremos que sea tan maleable como la arcilla pero no podemos hacer nada, no podemos quedarnos en el sueño ni en la añoranza, debemos vivir el presente para no correr el peligro de que los deseos se conviertan en recuerdos.
Estamos predestinados a vivir un constante “estar ahí”, rememorando ese “tiempo pasado” que siempre fue mejor, por el solo hecho de no conocer el futuro.
La ciudad, como las personas y las cosas, contiene su pasado, la memoria, el recuerdo, lo hacen reales. Pero no tenemos el pasado completo, solo poseemos fragmentos, instantes, como los instantes congelados por una fotografía o una simple mirada; las personas que viven las ciudades están cargadas de eso, de memoria.
Las calles asfaltadas o empedradas, las aceras, las fachadas y los techos, todos dan evidencia de ese “tiempo pasado” que mejor o no, ya pasó, ya es otro, y están preparados para recibir más golpes y más caricias de esas nuevas épocas, de esos nuevos porvenires.
Eso es el tiempo, es algo que arrasa con sentimientos, sueños, recuerdos, deseos, y son todas estas sensaciones las que su paso hace cambiar. Son esos instantes pasados los que nos dejan la certidumbre de haber vivido, y la esperanza de que otros instantes también queden grabados en nuestra memoria. Es el paso del tiempo el que reafirma nuestra existencia, “…la idea que tenemos del presente es de una plenitud y de una evidencia positiva singulares. En él nos encontramos a nosotros mismos con nuestra personalidad completa. Sólo allí, por él y en él, tenemos la sensación de existir…”[1]





[1] La intuición del instante. Gastón Bachelard. Pág 18

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