"Espejismos" Herica Pulgarín H. |
Siguiendo por las cavilaciones
existencialistas sobre el lugar que ocupamos en este mundo y la forma como
desechamos y ensuciamos sin consideraciones, me veo en la penosa tarea de
cuestionar mi acontecer diario, la cotidianidad donde cosas superfluas
desplazan a las verdaderamente importantes; donde se ignoran vidas que se
tienen al lado y no se les da la importancia que merecen; donde nos
concentramos en vivir una ciudad aprendida y otra aprehendida; al mismo tiempo,
esa cotidianidad que nos obliga a refugiarnos en esos pequeños espacios a los
que nuestra mentalidad occidental ha dado el nombre de “casas”.
Nos hemos convertido así, en
seres humanos nómadas que vamos de un espacio a otro, y no sólo me refiero al
normal de puertas y ventanas, espacio es todo lo que constituye una ambigüedad
entre el adentro y el afuera.
Somos espacios nosotros mismos,
estamos limitados por piel, la cual indica qué es exterior al cuerpo, vivimos
en lugares habitados por otros tantos, exteriores los unos a los otros y que
queriéndolo o no, nos van a marcar, van a dejar huella sobre nuestra
espacialidad más íntima, ese alma que nos ocupa.
Comúnmente tenemos la creencia de
que somos las personas las que ocupamos un sitio, eso es verdad, pero también
es verdad que nosotros como espacios somos habitados por esos lugares y cosas
que constituyen un verdadero “estar ahí”, no podemos negar que somos espacios
receptivos a agentes externos que dejan sus huellas, a personas y objetos que
plasman una escritura sobre nosotros, lienzos en blanco para ser leídos en un
futuro por esas otras espacialidades que llegan hasta el “aquí”.
De esa misma forma, encontraremos
almas cargadas de esencias, espacios y presencias, a las cuales vamos a querer
habitar, aligerando sobre ellas toda nuestra carga, para tratar de convertirnos
en el escritor o el artista que busca un lienzo más para poder crear la gran
obra, e igualmente avanzar hacia otro tiempo-espacial.
Acá es donde nos convertimos en
artistas, haciéndonos a la tarea de descubrir todos los símbolos y la memoria
que llena ese lugar, y comenzando a cargarlo de nuevas connotaciones sin dejar de
lado lo ya existente.
Es de acuerdo a esas existencias
que nosotros mismos actuamos, vivimos y sentimos; consideramos todo desde la
perspectiva de una memoria fragmentada por la que pasan imágenes, recuerdos y
huellas; esa memoria que hace percibir al hombre en un espacio y como espacio
él mismo, como la exterioridad de todos esos hábitos y hábitats que en última
instancia no terminan siendo sino uno, el ser. Y este ser está en un continuo
existir, en un constante ir y venir de un lugar a otro, de una persona a otra,
de sueños que se tienen en almohadas distintas o que se sueñan distintas; en
todo ese vivir, caminar y sentir, se tienen lugares y se sueñan otros donde nos
permitimos reorganizar los colores, recuerdos y huellas como si fueran muebles
que se pueden cambiar de sitio, a fin de crear un territorio, un hábitat o una
ciudad más vivible, más estética, más armónica, como si el problema fuera de
gustos.
Y, precisamente es en la ciudad
donde los seres humanos interactúan con otras personas, donde evidencian su
naturaleza organizativa y tratan al máximo de tomar posesión de algo que en
últimas no es de nadie, pues el espacio es él por sí solo y el ser necesita de
él para poder sentir su existencia.
Los hombres construyen sobre
otras existencias y quieren construir y creerse ciudades individuales que no
son evidentes más que para los propios ojos, pero no son conscientes de las
ruinas que van dejando a su paso, que cargadas de historias hacen parte de lo
que son en el presente. Siempre queremos construir una ciudad para nuestra
imagen y una que otra semejanza, pero no estando contentos con eso, construimos
otros sitios por medio de la palabra, el arte, la ensoñación y la imaginación,
siendo ideales para algunas personas que aunque no son reales esta en las manos
de cada uno el hacer evidentes esos pretextos de ciudad.
Vivimos en esa supuesta
intimidad, de un interior que se construye fuera de esa ciudad grande y
omnipotente, la casa como hogar es un ente que se cierra a la urbe, mutable,
variable, y que al cambiarlo se deben cambiar también todos sus significados,
todos sus sentidos y toda la percepción que de ellos se tenga.
Dentro de las casas se está
realizando continuamente el ritual de vivir, de entregarse a los sueños, de
llenar de sentidos su entorno. En la calle somos otros, afuera poseemos un
papel habitual, un papel con el que nos equipamos cada día cuando salimos.
Fácilmente pasamos del adentro hacia afuera, pero somos muy reacios a que el
afuera se apodere del adentro, pero ya tenemos a través de los medios de
comunicación y los ordenadores el mundo entero dentro de nuestras casas,
apropiándose del interior de ellas, convirtiéndonos en máquinas automatizadas
frente a las pantallas, nos estamos volviendo esclavos de ese afuera.
El adentro y el afuera, esa es la
discusión ¿qué se establece como uno u otro?, el adentro es la casa, el hogar,
pero ¿qué separa ese adentro de esa calle amenazadora que es el afuera?, las
puertas, las ventanas, las tapias y los ladrillos, la piel… ese es el límite,
esa es la frontera. Y, ¿qué pasaría si esa frontera no existiera? Encontraríamos
un adentro en un afuera o viceversa, no habrían fachadas, no habrían barreras….
“…La fachada es la exterioridad que envuelve la “casa”, y las puertas y
las ventanas son los “agujeros” del tonel, agujeros de doble trayectoria:
injerencia e intrusismo que amenazan en la penetración del exterior en el
interior, y deyección que amenazan en el derramamiento del interior en el
exterior…”[1]
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